El autor del siguiente artículo es una persona a quien aprecio y admiro enormemente, se trata de Rodrigo Navarrete, profesor de la Universidad Central de Venezuela, arqueólogo y antropólogo, de quien tuve el honor de ser aluma en el Diplomado, disfrútenlo:
"Argumento 1: En un mundo de hombres, construido por hombres para hombres, es difícil imaginar que un hombre ni siquiera tuviera el deseo de ponerse del lado de ese vacío llamado mujer. Es más, ni siquiera en el lenguaje -al menos en español- existe una palabra que defina nuestra especie animal de una manera androcéntrica. Hombre, humano, humanidad, homo sapiens: todos devienen del término correspondiente a la criatura masculina. ¿Cómo, entonces, pensar en la mujer? ¿Desde dónde, surgen y cuáles son, entonces, los fundamentos lingüísticos, simbólicos y relacionales de los discursos desde y para la mujer? Y uno que es hombre, ¿cómo hace?
Argumento 2: Las feministas son mujeres. Punto. Ningún hombre puede hablar por ellas o sobre ellas ya que no ha tenido la experiencia de ser mujer y, además, forma parte del bloque de poder androcéntrico que precisamente las ha discriminado, explotado o ignorado. Esta afirmación ha sido utilizada con frecuencia frente a investigadores masculinos para imposibilitar su acceso al mundo de las relaciones sociales, políticas y psicológicas de la mujer. Igualmente, e incluso con más frecuencia y vehemencia, ha sido el argumento favorito desde los campos de la homosexualidad femenina, la transexualidad -y ocasionalmente, la bisexualidad-. Evidentemente, en estos últimos casos, a diferencia del feminismo-, no estamos refiriéndonos a posturas teóricas y políticas sino a orientaciones e identidades sexuales.
Limitaciones como las antes expuestas están teórica y metodológicamente sesgadas, son políticamente excluyentes y discriminantes y, además, culturalmente ideologizantes. Reproducen, de manera inversa, el esquema de la ciencia androcéntrica y heterosexista y generan barreras epistemológicas y políticas dentro de la comunidad científica o intelectual, especialmente en aquella comprometida en su praxis –entendida como la conjunción entre teoría y práctica- con las reflexiones y prácticas relacionadas con la diversidad sexual.
De hecho, no todos los seres humanos -masculinos y femeninos- son iguales sino diversos en sus cuerpos, biografías, raza, clase, sexo, cultura, edad, ocupación y, afortunadamente, así como las mujeres no son un universal, no todos los hombres son iguales –y aquí me estoy refiriendo a los seres humanos del sexo masculino y no a la humanidad como categoría general-. A pesar de no poder hablar desde y por la mujer, insisto en la posibilidad y necesidad ética y política de ser un feministo (como en socialista o modista, feminista es correcto, pero aquí prefiero forzar la gramática al masculino).
Es verdad que, desde una perspectiva fenomenológica, gran parte del conocimiento humano está condicionado por la particular experiencia del individuo en un contexto social. Sería absurdo pretender, como el modelo positivista una vez lo planteó, que nuestra biografía no tenga un efecto sobre la naturaleza del conocimiento que adquirimos, producimos y reproducimos en nuestra vida cotidiana, académica y política. Más aún, somos, en gran medida, objeto y producto social. Sin embargo, suponer que no podemos cuestionar estas estructuras y, peor aún, afirmar que nuestro conocimiento y acción social sólo puede partir de nuestra experiencia, anula toda noción del ser humano como sujeto y actor social y nos encierra dentro del más inútil y desalentador individualismo o sectarismo.
Por otro lado, asumir que sólo una mujer puede entender a la mujer plantea un peligroso intimismo según el cual las experiencias de los individuos en sociedad son inconmensurables o incomparables. Lo más grave es que un planteamiento como éste, además, supone la preexistencia de una esencia más allá de la sociedad que hace inevitable no sólo el carácter sino las condiciones del sujeto social –por ejemplo, que la mujer, al ser en esencia más débil y delicada es más susceptible a aceptar la sumisión y la subordinación-.
Y entonces, ¿Cómo podemos hablar del otro desde nosotros? Si no somos mujer, ¿Podemos encontrar algún mecanismo de identificación con ella –o ellas- para poder potenciar la identidad social y el trabajo sociopolítico conjunto? Definitivamente, como antropólogo homosexual venezolano, creo que sí. La antropología, como disciplina social que se ha encargado histórica y tradicionalmente del estudio de la diferencia cultural, ha permitido entender que la existencia de un “otro” en el presente o el pasado, aquí o allá, de un nosotros y los otros, es relacional. Uno existe sólo en relación al otro y, por lo tanto, no existen entidades o sujetos cerrados sino permanentemente interconectados. Esta interconexión se produce en el contexto de las acciones diarias, el cual comparten los individuos dentro de un sistema de relaciones políticas y de poder. Por esto, no existimos sino como “ser social” -diría Marx-. No hay hombre sin mujer y viceversa.
Específicamente, como arqueólogo, investigo sobre el pasado, con frecuencia sobre comunidades indígenas americanas prehispánicas, que ni siquiera están relacionadas directamente con grupos étnicos actuales ¿Cómo, entonces, discurrir sobre y por esos individuos y colectivos con los que es imposible el contacto directo por obvias razones temporales y culturales si ni siquiera puedo interactuar con los “testigos” actuales de su supuesta continuidad temporal? Incluso como antropólogo social que trabaja con comunidades, ¿Cómo puedo hablar sobre y por esos individuos y colectivos como las comunidades amerindias o afrodescendientes si no formo parte de su tradición cultural y tampoco me considero -ni soy considerado- como indio o como negro?
Igualmente, desde mi posición de la diferencia sexual, es posible reconocer con más claridad que todo conocimiento adquirido o producido responde a un interés y tiene una intención que trasciende los límites de la academia y responde a necesidades socioculturales. Es decir, es político. En consecuencia, aún cuando no he sentido los efectos de la discriminación androcéntrica hacia la mujer en mi experiencia de vida, obviamente he vivido bajo la rigurosa vigilancia y represión del heterosexismo y la homofobia, lo cual, si no es idéntico, me ha marcado con una experiencia de vida equivalentemente desigual a la de la mujer. Es a partir de esto que podemos, entonces, proponer una salida metodológica y política al dilema feministo. La definiremos como empatía metodológica. Los mecanismos de comprensión del otro desde el yo sólo pueden surgir de la convicción de que un existe un espacio en común para encontrarnos y conocernos. De hecho, no podríamos entender a nadie sino desde y para nosotros mismos. En este sentido, ya que la desigualdad, la discriminación y la violencia social no son inherentes ni exclusivas a la condición de la mujer en el mundo capitalista, todos podemos, desde nuestra posición subalterna o subvalorada -por nuestra raza, etnia, clase, orientación sexual, edad, capacidades físicas, etc.-, colocarnos en la posición del otro e identificarnos o solidarizarnos con sus particularidades y necesidades. Si no, sería imposible la comprensión, la comunicación, el diálogo o el debate interpersonal, intergrupal, intercultural o intertemporal. No podríamos apoyar o defender a nadie sino a nosotros mismos. Jürgen Habermas, líder contemporáneo de la Teoría Crítica marxista alemana, una vez afirmó que el aspirado parlamento democrático ideal surgirá de la aceptación horizontal e irrestricta de nuestras diferencias. Sólo así, entendiendo la lucha de otros, podemos reconocer nuestra propia lucha; sólo identificándonos e incorporándonos a “otras” luchas y reconociéndolas como “nuestras”, podemos colaborar en la construcción de un mundo más justo, plural y diverso".
"Argumento 1: En un mundo de hombres, construido por hombres para hombres, es difícil imaginar que un hombre ni siquiera tuviera el deseo de ponerse del lado de ese vacío llamado mujer. Es más, ni siquiera en el lenguaje -al menos en español- existe una palabra que defina nuestra especie animal de una manera androcéntrica. Hombre, humano, humanidad, homo sapiens: todos devienen del término correspondiente a la criatura masculina. ¿Cómo, entonces, pensar en la mujer? ¿Desde dónde, surgen y cuáles son, entonces, los fundamentos lingüísticos, simbólicos y relacionales de los discursos desde y para la mujer? Y uno que es hombre, ¿cómo hace?
Argumento 2: Las feministas son mujeres. Punto. Ningún hombre puede hablar por ellas o sobre ellas ya que no ha tenido la experiencia de ser mujer y, además, forma parte del bloque de poder androcéntrico que precisamente las ha discriminado, explotado o ignorado. Esta afirmación ha sido utilizada con frecuencia frente a investigadores masculinos para imposibilitar su acceso al mundo de las relaciones sociales, políticas y psicológicas de la mujer. Igualmente, e incluso con más frecuencia y vehemencia, ha sido el argumento favorito desde los campos de la homosexualidad femenina, la transexualidad -y ocasionalmente, la bisexualidad-. Evidentemente, en estos últimos casos, a diferencia del feminismo-, no estamos refiriéndonos a posturas teóricas y políticas sino a orientaciones e identidades sexuales.
Limitaciones como las antes expuestas están teórica y metodológicamente sesgadas, son políticamente excluyentes y discriminantes y, además, culturalmente ideologizantes. Reproducen, de manera inversa, el esquema de la ciencia androcéntrica y heterosexista y generan barreras epistemológicas y políticas dentro de la comunidad científica o intelectual, especialmente en aquella comprometida en su praxis –entendida como la conjunción entre teoría y práctica- con las reflexiones y prácticas relacionadas con la diversidad sexual.
De hecho, no todos los seres humanos -masculinos y femeninos- son iguales sino diversos en sus cuerpos, biografías, raza, clase, sexo, cultura, edad, ocupación y, afortunadamente, así como las mujeres no son un universal, no todos los hombres son iguales –y aquí me estoy refiriendo a los seres humanos del sexo masculino y no a la humanidad como categoría general-. A pesar de no poder hablar desde y por la mujer, insisto en la posibilidad y necesidad ética y política de ser un feministo (como en socialista o modista, feminista es correcto, pero aquí prefiero forzar la gramática al masculino).
Es verdad que, desde una perspectiva fenomenológica, gran parte del conocimiento humano está condicionado por la particular experiencia del individuo en un contexto social. Sería absurdo pretender, como el modelo positivista una vez lo planteó, que nuestra biografía no tenga un efecto sobre la naturaleza del conocimiento que adquirimos, producimos y reproducimos en nuestra vida cotidiana, académica y política. Más aún, somos, en gran medida, objeto y producto social. Sin embargo, suponer que no podemos cuestionar estas estructuras y, peor aún, afirmar que nuestro conocimiento y acción social sólo puede partir de nuestra experiencia, anula toda noción del ser humano como sujeto y actor social y nos encierra dentro del más inútil y desalentador individualismo o sectarismo.
Por otro lado, asumir que sólo una mujer puede entender a la mujer plantea un peligroso intimismo según el cual las experiencias de los individuos en sociedad son inconmensurables o incomparables. Lo más grave es que un planteamiento como éste, además, supone la preexistencia de una esencia más allá de la sociedad que hace inevitable no sólo el carácter sino las condiciones del sujeto social –por ejemplo, que la mujer, al ser en esencia más débil y delicada es más susceptible a aceptar la sumisión y la subordinación-.
Y entonces, ¿Cómo podemos hablar del otro desde nosotros? Si no somos mujer, ¿Podemos encontrar algún mecanismo de identificación con ella –o ellas- para poder potenciar la identidad social y el trabajo sociopolítico conjunto? Definitivamente, como antropólogo homosexual venezolano, creo que sí. La antropología, como disciplina social que se ha encargado histórica y tradicionalmente del estudio de la diferencia cultural, ha permitido entender que la existencia de un “otro” en el presente o el pasado, aquí o allá, de un nosotros y los otros, es relacional. Uno existe sólo en relación al otro y, por lo tanto, no existen entidades o sujetos cerrados sino permanentemente interconectados. Esta interconexión se produce en el contexto de las acciones diarias, el cual comparten los individuos dentro de un sistema de relaciones políticas y de poder. Por esto, no existimos sino como “ser social” -diría Marx-. No hay hombre sin mujer y viceversa.
Específicamente, como arqueólogo, investigo sobre el pasado, con frecuencia sobre comunidades indígenas americanas prehispánicas, que ni siquiera están relacionadas directamente con grupos étnicos actuales ¿Cómo, entonces, discurrir sobre y por esos individuos y colectivos con los que es imposible el contacto directo por obvias razones temporales y culturales si ni siquiera puedo interactuar con los “testigos” actuales de su supuesta continuidad temporal? Incluso como antropólogo social que trabaja con comunidades, ¿Cómo puedo hablar sobre y por esos individuos y colectivos como las comunidades amerindias o afrodescendientes si no formo parte de su tradición cultural y tampoco me considero -ni soy considerado- como indio o como negro?
Igualmente, desde mi posición de la diferencia sexual, es posible reconocer con más claridad que todo conocimiento adquirido o producido responde a un interés y tiene una intención que trasciende los límites de la academia y responde a necesidades socioculturales. Es decir, es político. En consecuencia, aún cuando no he sentido los efectos de la discriminación androcéntrica hacia la mujer en mi experiencia de vida, obviamente he vivido bajo la rigurosa vigilancia y represión del heterosexismo y la homofobia, lo cual, si no es idéntico, me ha marcado con una experiencia de vida equivalentemente desigual a la de la mujer. Es a partir de esto que podemos, entonces, proponer una salida metodológica y política al dilema feministo. La definiremos como empatía metodológica. Los mecanismos de comprensión del otro desde el yo sólo pueden surgir de la convicción de que un existe un espacio en común para encontrarnos y conocernos. De hecho, no podríamos entender a nadie sino desde y para nosotros mismos. En este sentido, ya que la desigualdad, la discriminación y la violencia social no son inherentes ni exclusivas a la condición de la mujer en el mundo capitalista, todos podemos, desde nuestra posición subalterna o subvalorada -por nuestra raza, etnia, clase, orientación sexual, edad, capacidades físicas, etc.-, colocarnos en la posición del otro e identificarnos o solidarizarnos con sus particularidades y necesidades. Si no, sería imposible la comprensión, la comunicación, el diálogo o el debate interpersonal, intergrupal, intercultural o intertemporal. No podríamos apoyar o defender a nadie sino a nosotros mismos. Jürgen Habermas, líder contemporáneo de la Teoría Crítica marxista alemana, una vez afirmó que el aspirado parlamento democrático ideal surgirá de la aceptación horizontal e irrestricta de nuestras diferencias. Sólo así, entendiendo la lucha de otros, podemos reconocer nuestra propia lucha; sólo identificándonos e incorporándonos a “otras” luchas y reconociéndolas como “nuestras”, podemos colaborar en la construcción de un mundo más justo, plural y diverso".
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