14 de septiembre de 2014

A un año de mi partida (porque emigrar es un proceso)

Emigrar, esa palabra que desde hace algunos años se convirtió en un tema recurrente en la conversación y la mente de muchos venezolanos, especialmente de los más jóvenes. Ese algo que se toma a la ligera con la idea de que todo en otra parte es mucho mejor. Hoy, a un año de haber emigrado, amanecí con la sensación de que necesito hablar de esto con más calma, y aquí voy. 

En 2006 cuando recién terminaba mis estudios de derecho, muchos compañeros se fueron inmediatamente al extranjero para hacer postgrados, yo a pesar de las presiones y de la insistencia de muchos, decidí quedarme, decidí que salir de Venezuela no era una opción para mí, que quería vivir y morir allá y que salir, aunque fuera un par de años no estaba entre mis planes. Pasados unos años decidí que quizás hacer un postgrado afuera no era tan mala idea después de todo, así que me embarqué en la maravillosa aventura de estudiar inglés en Canadá -un paso previo necesario para entrar al postgrado-, esos fueron sin duda, meses de extrema felicidad para mí. Hasta ese entonces, aún pensaba que podía estudiar y tal vez regresar a Venezuela al terminar para construir un mejor futuro allá. Regresé para hacer todos mis trámites y volver a hacer mi postgrado, pero como dice mi mejor amigo "si quieres hacer reír a Dios, haz planes". La vida se encargó de írmelos cambiando a su placer y así fue como terminé del otro lado del charco, estudiando un postgrado en algo muy distinto a mi carrera. 

Los meses previos a la salida no fueron fáciles, hubo mucho estrés, muchos papeleos, mucho sacar cuentas, al derecho y al revés, se puede, no se puede, cómo hacemos; y es que después de todo, tomar los ahorros de toda la vida y salir del país por los propios medios, cuando se es clase media, no es fácil. Sin colchón parental con cuenta en dólares, así, sola, contra el mundo. Cadivi representó un dolor de cabeza que pareció y parece ser una especie de migraña crónica, respuestas retardadas y peros por doquier, como si la ciencia fuera entorpecer y, en ese calvario he ido ganando experticia mucho después de haberme bajado del avión. 

Aquí debo hacer una pausa importante y necesaria, antes de emigrar vemos fotos de amigos, los vemos regresar al país de vacaciones y nos parece que el extranjero es un paraíso completo, que todo va a ser fácil y sencillo. Los amigos suelen regresar de vacaciones y hablar de lo bien que viven, generalmente el único pero es que no se rumbea igual o que la gente no es igual. Es por eso que yo debo agradecer profundamente a las tres personas que tuvieron la franqueza de hablarme del proceso de emigración con toda sinceridad, una tía que más que tía ha sido un ángel, quien no sólo me prestó apoyo de todo tipo, sino que también solía hablarme de su experiencia e incluso llegamos a tener discusiones épicas cuando yo consideraba que ella estaba muy apegada a Venezuela. 

En ese mismo orden de ideas, un primo que siempre ha sido como mi hermano, junto con su pareja, se sentó conmigo una noche, cuando yo anuncié mi decisión de emigrar - mucho antes de que los planes se materializaran- y me hablaron tanto de su experiencia, en toda su crudeza que en algún momento tuvieron que aclarar "no te estamos desalentando, sólo queremos que sepas que no todo es color de rosa". La conversación fue fuerte y por momentos parecía más bien un manual de todo lo malo que le puede pasar a un emigrante. No lo niego, fue un shock, pero a cada paso de mi experiencia, la he recordado y agradecido incansablemente. No tengo la excusa de decir "nadie me dijo que podía ser así"

Acabada la pausa, prosigo: Los últimos días antes de partir, estuve constantemente teniéndole miedo al cuero después de haber matado al tigre. Desde el día en que recibí la admisión de la universidad, lloraba un poco cada noche, mientras le decía a mi perro que lo amaba, le pedía perdón por lo que iba a hacer y le pedía que cuidara a mi mamá. Vaciar mi cuarto, meter veintinueve años de vida en dos maletas y un morral, decirle adiós a lo conocido, a los afectos, ver a mi perro aullar cuando me despedí de él sin querer dejarme venir (él lo sabía, yo sé que lo sabía) y abrazar a mi mamá en ese adiós en el aeropuerto, fueron de las cosas más difíciles que me tocaron hacer. Yo soy sentimental, así que los papeleos, las angustias y el estrés, fueron un juego de niños al lado de la separación. 

Llegué a media noche, me bajé del avión, en un país desconocido, tomé mi tren con mis dos maletas pesadísimas y me pasé una hora esperando un taxi en medio de la fría noche, sin saber que al cruzar la calle tenía una línea llena de ellos. Llegué a mi nuevo hogar: un cuarto bonito y pequeñito, intenté desempacar mis ventinueve años para instalarlos en otra casa, traté de tender la cama con una sábana que no era un esquinero y así como por arte de magia, empecé a llorar porque no podía tender bien la cama. Lloré con una desolación hasta entonces desconocida para mí, no era la cama, no era el frío, era otra cosa, era yo en la inmensidad del mundo, sola, asustada y aturdida. Al día siguiente empezó una rutina que duró un tiempo, asombrarme durante el día y llorar en las noches antes de dormir, poco a poco me acostumbré y eso fue pasando, pero puedo decir con sinceridad que nunca en mi vida había llorado tanto como durante este año. 

La experiencia del emigrante ofrece unas contradicciones que aún se me hacen hasta cierto punto incomprensibles, por un lado encuentras la lágrima fácil en ciertas tonterías: un olor, un recuerdo, un sonido, un sabor; por otra parte, te fortalece, como creo que nunca en la vida otra experiencia me hubiese fortalecido. Después de separarme de todo lo conocido y lanzarme esta aventura, siento que soy capaz de sobrellevar cualquier cosa, ya no siento tanto miedo de la vida, me acostumbré a lo desconocido, a la incertidumbre, a los cambios y a las despedidas. En un año mi vida ha cambiado radicalmente, por lo menos tres veces, sin aviso y sin protesto. Me he despedido de tanta gente, que he aprendido a apreciar a cada quien en su espacio y en su tiempo. La incertidumbre se apoderó de mi vida hasta el punto de alterarme permanentemente el sueño, nunca más volví a dormir con esa sabrosura con la que lo hacía en la casa de mi madre, vivo con una constante ansiedad que es incómoda, pero también muy útil para impulsarme a superarme. 

Emigrar me ha ayudado a curarme de los prejuicios, he entendido por ejemplo que es falso que todos los alemanes sean racistas, por el contrario, se me han hecho gente bastante abierta y cálida. He comprendido que los italianos y españoles son como los latinos de Europa, se comportan muy parecido a nosotros, y me encontré a la noruega más bochinchera y cariñosa que debe existir en ese país. Reafirmé que los colombianos son lo más parecido que existe a nosotros, aunque más recatados, y me hice de una hermana nacida en esa tierra que es como tener a mis mejores amigos en casa. He aprendido a aceptar las diferencias culturales y a entender que cada quien tiene sus formas y maneras, sin que eso los haga mejores o peores, simplemente son distintos. He conseguido, afortunadamente, a gente maravillosa de todas partes del globo, pasando por el mismo proceso que yo y hemos aprendido mutuamente de culturas y comportamientos, placeres y sufrimientos. He recordado a mi mamá que siempre decía que a mi me iba a ayudar la facilidad que tengo para hacer amigos, yo nunca creí que la tuviera, hoy me he dado cuenta de que sí la tengo y de que tengo que agradecer esa capacidad. Nunca me ha faltado una mano solidaria, ni un abrazo, ni un amigo. 

Pero este proceso también tiene cosas duras, como llegar a un país en donde no eres nadie, nadie te conoce, nadie sabe quien eres y cualquier cosa que hayas hecho antes, por brillante que sea, a nadie le importa. Eso para mí, no fue tan difícil porque desde un principio me vine con la costumbre de mirarme al espejo por las mañanas y decirme a mi misma "mi misma, aquí no eres nadie, así que ponte los zapatos y sal a construirte de nuevo", pero he visto a más de un venezolano estrellarse con esa pared y golpearse bien duro. Aprendí a tener el corazón dividido entre dos países, uno huye de la vida diaria venezolana, pero no se separa de la angustia por lo que suceda allá y por quienes te quedan en el país de origen, tardé mucho tiempo en desarrollar un equilibrio que me permitiera vivir mi vida aquí, sin que lo que pase allá me afecte en mi día a día de aquí ¿suena egoísta? quizás lo sea, pero si no desarrollas eso, tienes demasiadas cosas para procesar y te conviertes en una permanente bomba de tiempo. 

Mi primer trabajo fue un karma: nueve horas diarias parada en un mínimo recuadro sin moverme para nada y sin tomar descansos, salvo para orinar, hicieron que los pies me dolieran permanentemente, que se me inflamaran tanto que mudara la piel como si me hubiese insolado, trabajar por turnos arruinó mi ya desestabilizado patrón de sueño. Lo odié profundamente, cada día, como nunca había odiado otro trabajo, pero también cada día me decía a mi misma "hay que comerse las verdes para luego comerse las maduras". Desarrollé el hábito de recordar cada día que ese sueldo mínimo me daba para mantenerme mucho mejor de lo que hubiese soñado en Venezuela con mi sueldo de abogada y así, asistí cada día a entregar lo mejor de mi, aunque cada día deseara que llegara pronto algo mejor ¡y llegó!  Afortunadamente, conseguí con quien desahogarme y ese hecho de saber que no eres el primero, ni el último que ha pasado por cosas complicadas en el proceso de emigración, es un apoyo increíble para desarrollar fortalezas. 

Este escrito, es un montón de ideas sueltas y confusas, mezcolanza de tantas cosas que pudiera decir, porque en vez de un año, tengo la sensación de haber vivido una década fuera del país. Tantas cosas buenas, tantas cosas malas, tantas experiencias. Aprender a compartir lo bueno y a callarse lo malo, a llorarlo en silencio, a no decírselo a la mamá. No es un tema de orgullo, es un tema de fortaleza, tiene que ver con no querer preocupar al otro y a su vez con el hecho de que una mamá tratando de confortarte es maravillosa pero también puede ser el punto de quiebre cuando estás pasando por un mal momento. Eso fue lo que confirmé cuando en un momento determinado me enfrenté ante el hecho de tener casa y trabajo hasta la misma fecha, de que Cadivi brilla por su silencio y de que me veía potencialmente sin casa y sin empleo para resolver. Como dicen que Dios aprieta, pero no ahorca, logré resolver todo exactamente cinco días antes de esa fecha límite y cuando lo hice dormí tranquilamente por primera vez, durante tres días seguidos, con una paz que también es indescriptible (como muchas de las experiencias que me han tocado vivir).  ¡Todo esto es tan complicado! 

Hoy escribo desde un cuarto mínimo y feo, con una vista maravillosa y me parece mentira que mi vida sea ésta, recapitulo y siento que pudiera escribir un libro con esta experiencia. He aprendido a pararme de frente a las dificultades, a mirarlas a la cara y decirles: tú no vas a poder conmigo. He aprendido a disfrutar la vida de una manera distinta, a encontrar cosas para hacer que impliquen poquísimos o cero gastos, a disfrutar las cosas simples, a vivir cada día -simplemente vivirlos-. Me he reconciliado con el placer de caminar en la calle durante la madrugada y su efecto sanador para muchos males. He crecido, he madurado, he llorado y he reído. No se qué pasará con mi vida en seis meses o un año, porque también he aprendido el valor del "como vaya viniendo vamos viendo", no porque quiera, sino por necesidad, una necesidad que termina ayudando mucho a desarrollar habilidades para lidiar con situaciones varias. El futuro viene en camino y ya lo iremos resolviendo, el pasado me ha fortalecido y el presente es una oportunidad. Si tuviera que describir mi emigración en una frase, tendría que ser: He aprendido. 

Seguiré aprendiendo, seguiré creciendo, espero llegar más temprano que tarde a la ansiada etapa de estabilidad, aunque algo me dice que cuando suceda extrañaré un poco la locura de estos tiempos. He vivido, vivido y vivido, pero nunca me he arrepentido. No ha sido fácil, pero siento que emigrar fue la mejor decisión que pude tomar. Y cuando me cuesta, recuerdo una célebre frase de Laureano Márquez que curiosamente él dirigió a quienes se quedaron, pero que yo la he hecho mía como un mantra: 

"No hay plan B, el único plan B, es  echarle bolas al plan A". 


1 comentario:

Oswaldo Aiffil dijo...

Esto lo voy a tomar como un manual para mi vida Liz. Es muy importante lo que has escrito. Me tomaré la libertad de compartirlo con personas queridas que también están en el proceso de cambiar de vida, entendiéndose por cambiar de vida el cambiar de país, de realidad. Un beso enorme. Te quiero mucho y gracias por escribir tu experiencia.

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